La estructura del sueño en la creación literaria del Siglo de Oro

El sueño supuso para Cicerón el perfecto nexo de unión entre lo real y lo imposible, permitiéndole traer de entre los muertos sabios personajes que conversasen con su Escipión, de manera que éste aprendiera importantes lecciones. Así, su propio abuelo le comunicaba que la vida era “el camino hacia el cielo”.

Cicerón descubriendo la tumba de Arquímedes

Escipión representaba la perfecta dualidad entre la virtud y el vicio, para los renacentistas en un equilibrio perfecto; para los barrocos, por el contrario, en eterna pugna. Es por ello que el personaje poseía las características necesarias para ser referido en ambas corrientes artísticas, y la manera en que Cicerón lo presentaba resultó ciertamente atractiva para los autores del Siglo de Oro, cuyas obras, sin importar el estilo utilizado, mostraban personajes que se embarcaban en un viaje de carácter didáctico a través de escenarios oníricos, y gracias al cual se encontraban más cerca de Dios, de la perfección, del amor, de la sabiduría…

El sueño de Escipión

Encontramos, pues, una estructura similar en obras como El sueño de Polífilo o La vida es sueño, en las que el catalizador de la ascensión del protagonista es el amor; e incluso  en sátiras como el Crotalón, o los Sueños de Quevedo.

También en la novela de Cervantes (Los trabajos de Persiles y Sigismunda) hay cierta influencia; así como en la poesía de Góngora (soneto “A un sueño”).

Los trabajos de Persiles y Sigismunda

 

A un sueño

Varia imaginación que, en mil intentos,

A pesar gastas de tu triste dueño

La dulce munición del blando sueño,

Alimentando vanos pensamientos,

Pues traes los espíritus atentos

Sólo a representarme el grave ceño

Del rostro dulcemente zahareño

(Gloriosa suspensión de mis tormentos),

El sueño (autor de representaciones),

En su teatro, sobre el viento armado,

Sombras suele vestir de bulto bello.

Síguele; mostraráte el rostro amado,

Y engañarán un rato tus pasiones

Dos bienes, que serán dormir y vello.

                                      Luis de Góngora.

Influencias y repercusión literaria del «Coloquio de los perros», de Cervantes.

En la noche, un marco que invita a la reflexión y protege de posibles interrupciones, tiene lugar esta conversación en la que ambos interlocutores se expresan con la libertad propia de una charla entre camaradas (Berganza amigo, dejemos esta noche el Hospital …  y retirémonos a esta soledad y entre estas esteras, donde podremos gozar sin ser sentidos). En la obra de Luciano, el gallo de Micilo apremia al zapatero para evitar que amanezca antes de que hayan podido disfrutar de su conversación en este medio tan apropiado para ella (Que si no fuera por sernos ya el día tan cercano para te lo contar muy por estenso, lo cual no me da lugar).

Luciano de Samosata.

El caso de Berganza y Cipión difiere en cuanto a que ellos no se detienen en analizar por qué han adquirido súbitamente la capacidad de hablar, que el gallo atribuye en su historia al sistema de reencarnación expuesto por Pitágoras. Sin embargo remarcan que no solamente hablamos, sino en que hablamos con discurso, como si fuéramos capaces de razón; conclusión a la que nunca habrían llegado de no haber sido usuarios de esa razón que distingue al hombre de los animales (la diferencia que hay del animal bruto al hombre es ser el hombre animal racional, y el bruto, irracional).

Después de establecer esta similitud entre el ser humano y los interlocutores caninos, que siempre gozaron de raciocinio, estos citan las virtudes propias de sus congéneres (mucha memoria, el agradecimiento y gran fidelidad nuestra; el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento) que les han convertido en símbolo de la amistad; una consideración que justifican con los ilustres actos de empatía llevados a cabo por algunos (ha habido perros tan agradecidos que se han arrojado con los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura. Otros han estado sobre las sepulturas donde estaban enterrados sus señores sin apartarse dellas, sin comer, hasta que se les acababa la vida) que han repercutido en la cultura del hombre: en las sepulturas… ponen entre los dos… una figura de perro, en señal que se guardaron en la vida amistad y fidelidad inviolable. Por todo ello, hay quienes han querido atribuirles la capacidad cognitiva que, como se muestra en su diálogo, tenían.

Esta cercanía entre perros y hombres explica por qué los primeros no se entretienen en conversar sobre asuntos caninos y prefieren los humanos, relativos a sus amigos de quienes es propia la facultad de hablar, recién adquirida y que tanto aprecian (me causa nueva admiración y nueva maravilla).

Cipión y Berganza.

Se justifica de este modo el valor de los perros como instrumento para propiciar la distancia suficiente entre el lector y el texto que le permitirá, según los criterios que el propio Cervantes facilita a través de los personajes, juzgar la obra en sus aspectos ficticio y técnico: junto al deleite que produce la lectura amena de un relato fantástico, el lector asiste a una crítica social y humana de la época.

El uso de este tipo de personajes con el mismo objetivo tiene numerosos antecedentes en la historia de la literatura: en Las Metamorfosis de Apuleyo el aristócrata Lucio, obsesionado con la magia, se transforma accidentalmente en burro. Esto le permite comprender la deplorable situación de las clases más bajas de su sociedad, tratadas por los terratenientes como la bestia de carga que es él hasta que Isis le restituye. También el poeta romano Ovidio escribió unas Metamorfosis en las que narró las formas que adoptaban los personajes de la mitología clásica para conseguir sus fines.

Lucio en «El asno de oro» o «Las metamorfosis» de Apuleyo.

Luciano de Samosata, contemporáneo de Apuleyo y autor de El Gallo (texto al que se recurre en El Crotalón y Diálogo de las transformaciones) utilizó en obras de diversa índole (filosóficas, fantásticas, alegóricas, naturalistas…) personajes imaginarios, históricos y mitológicos que tenían cabida gracias al ámbito de los sueños. La influencia de la sátira lucianesca y menipea alcanza textos de Cervantes (como el que nos ocupa), de Quevedo (Sueños) e incluso la segunda parte del Lazarillo, en la cual el barco de Lázaro con destino a Argel naufraga y éste se convierte en atún, descendiendo a las profundidades, donde se desarrollará una crítica a la vida cortesana y militar.

De Aristóteles a Lukács

    Aristóteles.

Aristóteles contempla la imitación como un proceso natural para el ser humano en la adquisición de conocimientos,  que además resulta placentero. Su eficacia determina el grado de afinidad del lector con una fábula; por lo que la verosimilitud es vital para que alcance la catarsis.

Lukács cree necesaria la representación más próxima a la realidad en una obra literaria, insuflando en sus personajes la esencia del proceso histórico-social que refleja. De esta forma, un texto no podría representar la infinidad de rasgos y expresiones que la vida misma contiene; pero sí dar el mismo efecto que la vida misma, e incluso de una vida intensificada.

Así, el realismo propuesto por György Lukács se asemeja a la imitación de Aristóteles; mientras que el efecto de vida del primero correspondería a la verosimilitud del segundo.

György Lukács.

Para el húngaro, el arte debía expresar la esencia de la realidad: el proceso de desarrollo de la sociedad. Por ello atribuye el gozo que experimenta el lector con un texto verosímil al pacer que proporciona recrear el pasado propio (de manera similar a la explicación de Marx y Engels del gusto por el arte griego, que nos recuerda la infancia de la sociedad).

«El príncipe», Nicolás de Maquiavelo

Capítulo XXI, De lo que debe hacer el príncipe para ser estimado.
 (…) Un príncipe debe también mostrarse admirador del talento, acogiendo a los hombres virtuosos y honrando a los que sobresalen en algún arte. Además debe animar a sus conciudadanos para que puedan ejercer pacíficamente sus actividades, ya sea en el comercio, en la agricultura, o en cualquier otra actividad humana (…) Debe además de todo esto entretener al pueblo, en las épocas convenientes, con fiestas y espectáculos. Y ya que cada ciudad está dividida en corporaciones o en barrios, debe tener en cuentas estas colectividades; reunirse con ellas de vez en cuando, dar ejemplo de humanidad y munificencia, teniendo siempre asegurada, no obstante, la magnificencia de su dignidad, porque esto no puede faltar nunca en cosa alguna.

En el debate que tenía lugar durante el Quattrocento, como resultado de la mirada al pasado que imbuía el carácter renacentista, los teóricos políticos del republicanismo inspirado por Cicerón se enfrentaban al autoritarismo que Platón había infundido en La República. No obstante, la idea de que era responsabilidad de los hombres educados ejercer su participación activa en el gobierno local, al mismo tiempo que impulsaban el desarrollo artístico, emergió como nexo de unión entre ambos postulados (como podemos observar en las dos primeras líneas del texto).

Este es el margen en que la ciudad-república de Florencia, uno de los multitudinarios pequeños núcleos de poder independientes en la Península Itálica, verá crecer la imagen de la figura del príncipe hasta que el poder que ostente le convierta en icono del propio Estado, proceso que presagia los absolutismos del Barroco.

Florencia a finales del Quattrocento.

Maquiavelo expone que las armas, la fortuna y la virtud son los tres pilares sobre los que debe descansar el gobierno del príncipe. Reconoce, por otro lado, que en el caso de que el poder no haya sido heredado y sea nuevo, existe la posibilidad de que su consecución haya seguido una vía criminal y las ideas negativas asociadas al gobernante deban ser diluidas: aun habiendo capturado su familia a los Bonacolsi, anteriores regentes de Mantua, para hacerse con la ciudad, el aprovechamiento del arte por parte de Gianfrancesco Gonzaga le situó ante el pueblo como un comprometido humanista, guerrero y culto al modo clásico, como podemos observar en la Camera picta o Cámara de los esposos de Andrea Mantegna en el Castello di San Giorgio, Mantua. El duque de Urbino Federico Montefeltro, admirado abiertamente por el autor, se alza como ejemplo perfecto de lo propuesto anteriormente, quedando olvidada su imagen violenta de fratricida belicista que había ejercido de condottiero en un periodo anterior a sus retratos pintados por Piero della Francesca.

«Cámara de los esposos» de Mantegna, en el Palacio Ducal de Mantua.

De este modo, la profesión de mercenario al servicio de la ciudad procuraba la fama y fortuna necesarias para contraer un matrimonio que propiciase contactos influyentes, permitiendo a los soldados acceder a una posición privilegiada arropados por el prestigio de las virtudes que se les atribuían (prudencia, valentía, fidelidad…). Así Segismundo Malatesta llegó a gobernar Rímini.

El resultado era una Italia plagada de pequeños estados cuyas luchas de poder, fruto de la ambición egoísta que Maquiavelo considera propia del ser humano, la habían sumido en la inestabilidad. En este contexto, el autor defiende el derecho de un príncipe a actuar como crea conveniente para legitimar su dominio del Estado, sin importar la integridad de sus actos, siempre que consiga erigir una imagen elevada de sí mismo que cautive al pueblo. Es por el ejercicio de estos principios por lo que admira a Fernando II o Fernando de Aragón.

Fernando de Aragón

Aunque propugne la necesidad de una fuerza militar estatal y la considere una herramienta de expansión útil, opina que debe ser un recurso supeditado a la acción de la diplomacia y la astucia; por lo que recomienda al gobernante evitar provocar revueltas de la plebe mediante la celebración de fiestas y la difusión del arte, atendiendo al pueblo para no deteriorar la imagen que tenga de él. Así, en la empresa de conservar su hegemonía, el príncipe establecerá una relación simbiótica con el arte, valiéndose de este para ennoblecer su apariencia al mismo tiempo que lo impulsa.

Para Maquiavelo, el pueblo desea por encima de cualquier cosa eludir la opresión, un noble objetivo vital que lo convierte en una fuente de poder fácil de explotar por ser un grupo tan multitudinario como maleable; representando la vía preferible de acceso al poder en detrimento del apoyo nobiliario. Abunda en ello entre las líneas segunda y sexta del fragmento que analizamos, sugiriendo la concesión de audiencias a los distintos sectores de las localidades; puesto que conocer sus preocupaciones le ayudará a descubrir cómo ganar su favor, y celebrar festividades mantendrá al pueblo aliviado de sus desvelos diarios, apaciguando su carácter y asociando al príncipe con estímulos positivos.

Opina que el egoísmo que provoca esta situación es algo natural: el hombre, ambicioso por controlar su propio destino, intenta dominar el de otros, que también son competidores en potencia por el control. Se generan así pugnas por el poder que solo pueden ser ganadas si además de concebir el uso de estrategias réprobas, se tiene en cuenta el apoyo de terceros, que se gana por medio de las apariencias.

Este egoísmo propio de todo ser humano le conduce a la persecución de su bien personal exclusivamente, siendo necesario el alzamiento de una fuerza superior que se imponga sobre los demás, insuflando su voluntad al resto para mantener unido el Estado. Se posiciona así junto al grupo a favor de las conclusiones absolutistas extraídas de La República que defendían el despotismo.

Si bien postula que el conocimiento del hombre es propiciado por la naturaleza, su facultad de acción es responsabilidad exclusiva de cada individuo. Al ser el ejercicio del poder una propiedad que depende únicamente del ser humano, la naturaleza y Dios quedan excluidos de la política, pues esta es fruto del talento del hombre. Las acciones del gobernante serán, por tanto, las que justifiquen su derecho a reinar. Deberá encontrar el equilibrio que necesita el Estado a través de las vicisitudes del constante cambio al que está sometido.

La realidad, la humanidad y por extensión la política, es dinámica: cambia sin control. La capacidad de adaptación del príncipe le permitirá mantener el poder, pudiendo valerse de cualquier procedimiento, siempre que no rebase ciertos límites que, de ser vulnerados, le privarían de sus fuentes de imposición de superioridad.

A través de las dos últimas líneas del texto escogido, asegura que es imprescindible tener presente que la buena imagen que proyecta en la sociedad jamás debe ser profanada en aras de mantener su posición dominante.

Cipión y Berganza, el personaje plano y el redondo.

«El coloquio de los perros», de Miguel de Cervantes.

Cipión es un nuevo desdoblamiento del personaje que utiliza Cervantes como narrador para dinamizar la historia, orientando cuando es necesario; pero no relata su vida como sugiere hacer a su amigo más adelante. Al no desarrollarse en ningún aspecto, manteniéndose constante a lo largo de la historia, nos encontramos ante un personaje plano.

 

Por el contrario, Berganza narra toda su vida, contando sus peripecias con numerosos amos: unos marginales, otros integrados en la sociedad; de los que aprende la maldad de la que es capaz el hombre, su hipocresía y mezquindad (un ejemplo claro es Cañizares, quien se muestra como devota públicamente pero practica la brujería en el ámbito privado). Los seis primeros le sirven especialmente para desarrollar su opinión sobre el ser humano, que constata con los siguientes. Finalmente, la dura crítica social que relata Cervantes a través de Berganza parece indicar que la mejor opción es el retiro: el distanciamiento y cese de cualquier intento de integración en una sociedad dominada por tal corrupción que un perro es más virtuoso que la mayoría de sus integrantes humanos (solo Mahudes, de todos sus amos, escapa a este criterio).

 

Este progreso convierte a Berganza en un personaje redondo, que además comparte similitudes con los protagonistas de la novela picaresca. Difiere de los precedentes en este género el modo en que se relata su historia: no se trata de una narración en primera persona en la que solo tenga cabida la opinión del protagonista; sino de un diálogo en el cual su interlocutor interviene ocasionalmente. Tampoco hallamos presente el conflicto entre el honor y el deshonor del protagonista, ni está vinculado a un estrato social determinado.

Teoría de los géneros literarios. De la Grecia clásica al Siglo XX.

En el Libro III de La República Platón ya había propuesto una clasificación de los géneros basada en la forma de imitación que distinguía entre una forma en que solo participan los personajes (teatro), otra en la que solamente lo hace el poeta (ditirambos) y una última que incorpora ambos procedimientos (épica).

Aristóteles toma esta división como una de las tres variables a considerar en la distinción de géneros (siendo las otras dos los medios y el objeto de imitación); no obstante, solo son claras las diferencias entre la forma narrativa (subdividida en dos grupos: cuando se narra por medio de personajes y cuando la tarea es ejecutada por el propio poeta) y la forma activa (el teatro).

La eminencia de la fábula sobre estas características sirvió a Aristóteles para rebatir la opinión de Platón, que consideraba a la tragedia un género inferior a la epopeya porque el autor estaba obligado a exagerar según los gustos vulgares del público al que se dirigía. El primero argumentó que los rapsodas también exageraban al interpretar epopeyas y aludió a la capacidad de la tragedia no representada para producir catarsis gracias a la  fábula.

Cabe mencionar que los géneros propuestos inicialmente por Platón eran musicales; así como que, al contrario que en la teoría aristotélica, Sófocles y Eurípides opinaban que el canto estaba ligado de forma inseparable a la fábula.

Mientras que la teoría latina se centró en las taxonomías, Alonso López Pinciano y otros clasicistas españoles del Siglo de Oro recuperaron la dualidad que formaba esta consideración junto a la de propuestas teóricas basadas en los objetos, medios y modos de imitación; incorporando al modo narrativo puro el género lírico, que gracias a personalidades como Francisco Cascales terminaría constituyendo la tríada clasificadora en el nivel más abstracto de la teoría (junto a los géneros dramático y épico).

En el Romanticismo se asimilarán los géneros a formas arquetípicas. De este modo, Goethe propondría tres tipos de poesía en Formas naturales de poesía: la que narra claramente (épica), la inflamada por el entusiasmo (lírica) y la que actúa personalmente (teatro); que no son excluyentes entre sí. Por su parte, Schiller distinguiría en función del modo de sentir: ingenuo (poesía antigua) y sentimental (poesía moderna: sátira, elegía e idilio).

El enfoque psicológico y abstracto de las teorías románticas indujo a Hegel a redefinir la tríada como épica (objetiva), lírica (subjetiva) y dramática (síntesis). También surgirían propuestas innovadoras que propugnaban la novela como el género eminente (Schlegel), consideraban el cuento fantástico y la novela indivisiblemente unidos al carácter poético (Novalis)… En definitiva, los aspectos filosófico y psicológico superaron en grado de importancia a las propiedades textuales en la formulación de teorías de gréneros.

Posteriormente (en el siglo XX), B. Croce propondrá la negación del concepto de género; que será reinterpretado por autores como Todorov, cuyas postulaciones incorporaron Bajtin (Los géneros del discurso) y Roland Barthes. Julia Kristeva asociará los géneros a la semiótica; Marie-Laure Ryan a la teoría de los actos del lenguaje y Jean-Marie Schaeffer a los actos ilocutivos de Searle: aserción, mandato, promesa, expresión y declaración.

Tragedia y Mito en la antigüedad clásica: Hipólito y Fedra

Puesto que de ellas se esperaba brevedad, no era propio de las tragedias abarcar un amplio contenido mítico argumental; como ocurría con las composiciones épicas, cuya mayor extensión lo permitía. Vulnerar la consideración anterior distanciaba a las tragedias de su concepción como herramienta de abstracción y teorización, relegándola en ocasiones a una posición homóloga de la poesía épica y la lírica coral a través del abandono de la tradición, según la cual las tragedias planteaban la problemática del héroe en episodios extraídos de mitos; favoreciendo así la composición de historias más espectaculares no imbuidas de lecciones pedagógicas.

De este modo, podemos apreciar cómo en las Fenicias Eurípides amplía el contenido argumental que bastó a  Esquilo para escribir una obra de por sí completa (Los Siete contra Tebas), añadiendo otros pasajes del ciclo tebano que también contaron con su propia tragedia (Antígona, Edipo en Colono; de Sófocles). Compuesta a la manera convencional, la Tebaida, que comparte temática con ella, no escandalizó tanto a contemporáneos como Aristóteles, quien desprecia a los autores de las nuevas tragedias épicas como Eurípides o Agatón.

Estudiantes de drama de la UPR representan «Las fenicias».

En esta época de florecimiento científico, la búsqueda de objetividad se erigió como nueva meta a perseguir, y la Historia se convirtió en una fuente de relatos ideal para los dramaturgos. Frínico descubrió el poder trágico que confería utilizarla cuando fue reprendido tras la representación de La caída de Mileto por hacer revivir al público el funesto episodio mientras aún persistía en la memoria de los atenienses; así como cuando Las fenicias les enorgulleció por recordar el triunfo sobre los persas vencidos en Maratón y Salamina; tanto, que Esquilo recuperó el argumento para Los persas.

Aunque su nacimiento coincida con la aceptación de la Tragedia como género literario (siglo V a.C.), el drama histórico termina pronto en desuso en favor del Mito, más próximo a la finalidad que se busca con ella. De hecho, solo es recuperado cuando la sociedad empieza a considerar a sus protagonistas como figuras míticas. Temístocles o los personajes de Los persas despertarían de nuevo el interés del público por esta temática, llegándose a versionar dicha obra durante este periodo.

Batalla de Salamina, relatada por Esquilo en «Los persas».

Sin gozar de una popularidad notoria, también fueron escritas tragedias cuyos personajes y argumentos habían sido creados por el autor de forma original (Aristóteles ofrece el ejemplo de Agatón en La flor), y que constituyen el inicio del drama burgués, incipiente en la obra tardía de Eurípides, que desembocará en la Comedia Nueva de Meandro.

De las tres vertientes de argumentación que nutrían la Tragedia, el Mito (que aglutinaría también los temas históricos, como concluimos antes) prevaleció y le dotó de la particularidad necesaria para distinguirse de los demás géneros literarios. No obstante, esta relación de carácter simbiótico modificó el tratamiento que se había dado tradicionalmente a los mitos por influencia de los objetivos de la Tragedia.

Dado que surgimiento de este género literario transcurre durante la transición de los valores aristocráticos propios de la época arcaica a los democráticos de la clásica, el debate entre ambos postulados en que se encuentra la sociedad ateniense se traslada al Mito. El héroe, modelo a seguir con quien el público podía identificarse, era ahora una figura ambigua envuelta en los mismos problemas que afligían a la sociedad helénica; desde la crisis política, más general, hasta la que deriva de la propia naturaleza humana.

Coro una tragedia frente a un altar a Dionisio.

La estructura de la Tragedia también constituye un paralelismo con la situación de la sociedad griega: la intervención en las escenas corresponde a dos partes con posturas enfrentadas (actor/coro, y más tarde actor/actor), y el agón (debate formal entre dos personajes) se alza como centro de la acción dramática.

Del mismo modo que ocurrió con la Sociedad, el Mito mostró ser susceptible al cambio por diversos motivos. Debidas a la intención de adaptar el relato al nuevo género literario o por disensiones personales de los autores, estas modificaciones eran causa de las variaciones dentro de un mismo episodio mítico, según quién lo compusiera (Clitemnestra y Egisto sufren destinos diferentes en Las coéforas de Esquilo y las Eléctras que escribieron Sófocles y Eurípides). Este último incluso reinterpreta la historia de Hipólito y Fedra que ya había publicado, produciendo una nueva obra que diverge en gran medida de la anterior al mismo tiempo que prueba la función de las especulaciones teóricas de los dramaturgos como catalizadores del poder evolutivo que ejerce la Tragedia sobre el Mito.

Después de asesinar a Clitemnestra, Orestes es perseguido por las Furias en «Las coéforas».

El mismo Eurípides nos sirve de ejemplo para datar la decadencia del Mito como tema y el planteamiento dramático de la Tragedia a través de Ifigenia entre los tauros. A pesar de ello, a lo largo de la historia de la literatura se han recuperado los relatos mitológicos sea por interés temático o porque trataban cuestiones que atañen al ser humano de forma universal.

«Ifigenia entre los tauros».

 

Como prueba del enriquecimiento fruto de aquella relación simbiótica entre Mito y Tragedia, analizaremos la obra de Eurípides sobre el mito de Hipólito y Fedra:

A pesar de haber sido concebido previamente como una deidad asociada al periodo virginal previo al matrimonio a quien se llevaban ofrendas antes de desposarse, Hipólito terminó siendo considerado un héroe mortal que mantenía características propias de su antiguo dominio divino como la preservación de la castidad y la muerte a su corta edad, paralela a la virginidad que representaba.

En la primera versión del episodio mítico que redacta Eurípides, Fedra, la esposa de Teseo y madrastra de Hipólito, es caracterizada como una desvergonzada que se enamora apasionadamente de su hijastro y desea consumar su impúdico deseo sexual por él, acción que su Nodriza desaconseja. Al insinuarse, Hipólito (expresión física de la castidad y tan hostil hacia el sexo opuesto como su madre amazona) rechaza su proposición. La respuesta de la princesa cretense, que sufre de la misma arrolladora fuerza pasional que sus familiares Pasífae, Ariadna y Medea; consiste en mentir a Teseo, haciéndole creer que su hijo había intentado forzarla. Tras el enfrentamiento entre padre e hijo, es descubierta y se suicida.

Hipólito y Fedra.

Al contrario que esta obra, la visión que publicó Sófocles del mismo relato sí gustó al público ateniense. En ella Teseo había partido al Hades en una épica misión, abandonando a Fedra hacía tiempo. Ella, que atribuye su amor al poder ejercido por los dioses, utiliza intermediarios para comunicarle sus intenciones a Hipólito. En esta composición se aleja al joven como elemento antagónico: Fedra es la heroína del relato, debatiéndose entre lo que siente y lo que debe sentir, planteando la duda de si es culpable o lo son los dioses; pues en aras de la integridad acaba con su vida antes de ser descubierta.

La segunda interpretación que ofrece Eurípides muestra una evolución de su intención comunicativa. La virtuosa Fedra sufre en silencio el dolor infame que le produce haber terminado enamorándose de Hipólito hasta enfermar por ello y sucumbe ante la insistencia de su Nodriza, que le propone compartir con él sus sentimientos. Se suicida antes de su delación, igual que en el mito escrito por Sófocles; pero después tiene lugar un acontecimiento que distancia a este segundo Hipólito de Eurípides del resto de relatos griegos que comparten este esquema y del motivo de Putifar, del que también difiere en cuanto a la oposición del joven hacia el dominio de Afrodita: Hipólito muere.

Fedra.

El antagonismo entre Hipólito y Fedra encarna al mismo tiempo la dicotomía entre el amor y la culpa, la disputa entre Afrodita y Ártemis, la pugna entre las normas que sustentan la civilización y la liberación de las necesidades humanas. En esta última versión la princesa se debate entre los impulsos primarios y el autocontrol civilizado.

Si bien la idea que transmiten las demás visiones de este mito es la nefasta consecuencia que provoca en una comunidad la locura de una persona, resultado de su abandono a los impulsos primitivos, el segundo Hipólito pone de manifiesto la lucha eterna entre las fuerzas de los sentidos y la razón que tiene lugar en el interior de todos los seres humanos, y cuyo equilibrio es el único camino para alcanzar la armonía. Por ello ha de morir el joven, al contrario que en los otros relatos en los cuales su personaje no se encontrada polarizado con respecto al de Fedra.

Así queda explicada la influencia que ejerció la Tragedia sobre los mitos griegos, transformándolos con gran maestría en una herramienta magnífica de profundización y teoría sobre temas universales.

Comentario de texto: «Oración Apologética por la España y su mérito literario»

Juan Pablo Forner

«No se crea declamación o sátira de español ardiente y acalorado, según el estilo vulgar, contra los extranjeros ésta que no es sino una demostración del origen de las calumnias con que nos denigran. ¿Qué nación hay hoy sobre cuya constitución, sobre cuyo saber se dispute más, se dude más, se calumnie más, se falte más a la razón, a la verdad, a la justicia, al decoro? A nadie hemos provocado, y furiosamente nos acometen cuantos del lado de allá de los Alpes y Pirineos constituyen la sabiduría en la maledicencia. Hombres que apenas han saludado nuestros anales; que jamás han visto uno de nuestros libros, que ignoran el estado de nuestras escuelas, que carecen del conocimiento de nuestro idioma, precisados a hablar de las cosas de España por la coincidencia con los asuntos sobre que escriben, en vez de acudir a tomar en las fuentes la instrucción debida para hablar con acierto y propiedad, echan mano, por más cómoda, de la ficción; y tejen a costa de la triste Península novelas y fábulas tan absurdas como pudieran nuestros antiguos escritores de caballerías. Este es el genio del siglo. La verdad de los hechos pide largas y menudas averiguaciones que no se compadecen bien con los que sujetan el saber a la vanagloria. Cuatro donaires, seis sentencias pronunciadas como en la trípode, una declamación salpicada de epigramas en prosa. cierto estilo metafísico sembrado de voces alusivas a la Filosofía con que quieren ostentarse filósofos los que tal vez no saben de ella sino aquel lenguaje impropio y afectado, se creen suficientes para que puedan compensar la ignorancia y el ningún estudio. Así lo hizo Voltaire, y así lo debe hacer la turba imitatriz. Aquél escribió una fábula de todo el mundo en su Ensayo sobre la historia universal; y sus doctos secuaces deben de haber tomado a su cargo dividir el mapa general y escribir en particular fábulas de cada provincia. Los franceses las forjan de los italianos, y éstos de los franceses: pero al tratar de España, olvidada la recíproca desestimación, se unen entre sí, y se abalanzan a ella, no de otro modo que los jactanciosos jefes de la moderna incredulidad, combatiéndose, motejándose, y viviendo en continua guerra unos con otros por la discordia en las opiniones y por la ambición de la primacía, se unen sólo cuando se trata de impugnar la verdad en la más santa y más magnífica de todas las religiones.
España ha sido docta en todas edades. ¿Y qué, habrá dejado de serlo en alguna porque con los nombres de sus naturales no puede aumentarse el catálogo de los célebres soñadores? No hemos tenido en los efectos un Cartesio, no un Newton: démoslo de barato: pero hemos tenido justísimos legisladores y excelentes filósofos prácticos, que han preferido el inefable gusto de trabajar en beneficio de la humanidad a la ociosa ocupación de edificar mundos imaginarios en la soledad y silencio de un gabinete. No ha salido de nuestra Península el optimismo, no la armonía preestablecida, no la ciega e invencible fatalidad, no ninguno de aquellos ruidosos sistemas ya morales, ya metafísicos, con que ingenios más audaces que sólidos han querido convertir en sofistas, porque ellos lo son, todos los hombres, y trocar en otro el semblante del universo; pero han salido varones de un juicio suficiente para conocer y destruir la vanidad de las opiniones arbitrarias, suministrando en su lugar a las gentes las doctrinas útiles, y señalando las sendas rectas del saber según las necesidades de la flaca y débil mortalidad. Si el mérito de las ciencias se ha de medir por la posesión de mayor número de fábulas, España opondrá sin gran dificultad duplicado número de novelas urbanas a todas las filosóficas de que hacen ostentación Grecia, Francia e Inglaterra. Y no se atribuya a donaire o jovialidad este que parecerá extraño y poco regular parangón. Las ficciones que van fundadas en la verosimilitud, sin otra norma, objeto o fin que el de pintar al mundo o al hombre en ciertas situaciones y circunstancias, que aun cuando no se hayan verificado pudieran bien verificarse, no se autorizan por la materia. Para mí entre el Quijote de Cervantes, y el Mundo de Descartes, o el Optimismo de Leibniz no hay más diferencia, que la de reconocer en la novela del español infinitamente mayor mérito que en las fábulas filosóficas del francés y del alemán; Porque siendo todas ficciones diversas sólo por la materia, la cual no constituye el mérito en las fábulas, en el Quijote logró el mundo el desengaño de muchas preocupaciones que mantenía con perjuicio suyo; pero las fábulas filosóficas han sido siempre el escándala de la razón. Acrecientan y añaden peso al número de los engaños; el capricho coherente y bien enlazado toma en ellas la máscara de la verdad, y hace pasar por dogmas de la experiencia las que son conjeturas de la fantasía-, tal vez pervierten las ideas más comunes y recibidas, y por la ambición de aparecer con singularidad desnudan al hombre de su mismo ser, trasladándole a regiones, imperios y estados imaginarios, dignos sólo de habitarse por quien los funda; suscitan parcialidades, cuyos partidarios, sacrificando al vergonzoso ministerio de propugnar ficciones ajenas aquel talento émulo de la divinidad que se les concedió para levantarse por sí al descubrimiento y contemplación de las verdades más santas y más augustas, le envilecen y hacen esclavo de la vanidad con injuria de la dignidad eminente de su naturaleza. En suma los sistemas de la filosofía, fábulas tan dañosas a los adelantamientos de las ciencias como las antiguas sibaríticas a la pureza de las costumbres, ninguna otra utilidad dan de sí sino la de admirar la extraordinaria habilidad de algunos hombres para ordenar naturalezas y universos inútiles, y aquellas apariencias admirables con que hacen pasar por interpretaciones de las obras de Dios las que son en el fondo adivinaciones tan poco seguras como las de los Arúspices o Agoreros».

El fragmento que nos ocupa pertenece a la obra Oración Apologética por la España y su mérito literario: una ferviente defensa de la literatura y la cultura españolas publicada en 1786. Fue encargada por el Conde de Floridablanca a Juan Pablo Forner (autor polémico por realizar críticas satíricas de elevada causticidad) para apoyar el discurso que el abate Carlos Denina había pronunciado en Berlín ese mismo año en respuesta a las ofensas hacia España que el resto de países europeos emitían; especialmente las proferidas por Nicolás Masson de Morvilliers en su artículo Que doit-on à l’Espagne? (¿Qué se  debe a España?), publicado en la Encyclopédie Méthodique. Corresponde a la Primera parte, donde el autor reprueba la actitud de los sofistas ultramontanos que desprecian España desde una perspectiva errónea.

El tema es la reprensión a los escritores que critican sin rigor (líneas 3 a 13). Puede puntualizarse que España y la religión son el objeto de sus vituperios.

En una primera parte del fragmento, Juan Pablo excusa el carácter de su respuesta (líneas 1 a 3), alegando que es vigorosa debido a la gravedad de las falacias a las que pretende responder. Después manifiesta explícitamente el tema que tratará.

Tras esta introducción a la materia, censura la actitud de los seguidores de Voltaire, que ultrajan España emitiendo juicios falsos en su interés por destacar su propia nación de origen (líneas 14 a 29). Aquí aparece la primera mención a la tradición cristiana, revelada como víctima de la alianza de representantes de las nuevas corrientes de pensamiento, que tras incesantes pugnas de poder entre ellos deciden aliarse para enfrentarse al cristianismo.

Más tarde (líneas 30 a 72) admite que ninguna de las personalidades de la época ha nacido en el país, ensalza los legisladores nacionales (una muestra más del cariz ilustrado: la exaltación de las instituciones) y compara a los prácticos filósofos españoles con los europeos, que no solo utilizan fórmulas menos útiles para el acercamiento a la verdad; sino que en sus textos la tergiversan, induciendo al lector a adquirir ideas erróneas fruto de la mala interpretación del mundo creado por Dios.

Al ser formuladas sin esperar respuesta, podemos deducir que las interrogaciones planteadas (líneas 3 y 30) cumplen un doble propósito: apelativo dirigido al receptor y sugestivo de la opinión de Forner.

Son usadas enumeraciones (líneas 15 a 18; 36 a 40) para abundar en alguno de los criterios y regular el ritmo de la argumentación. La primera nombra despectivamente una serie de méritos insuficientes para considerar a alguien filósofo; la segunda enumera innovaciones del pensamiento europeo acompañadas de elementos que les restan importancia, especialmente los sistemas morales y metafísicos: son ruidosos; aplicados como sofistas por ingenios más audaces que sólidos. En ambas se genera un zeugma al omitir elementos del primer enunciado en los posteriores.

Cuando son mencionadas las dos partes afectadas por el conflicto, pesadores europeos y España o el cristianismo; los primeros son citados con un léxico negativo: son ignorantes sin estudios (línea 20), una turba imitatriz (línea 21) que sigue ciegamente a Voltaire, son jactanciosos (línea 26), vanidosos y de opiniones arbitrarias (línea 41)… Incluso se realiza un comentario irónico (línea 22) aludiendo a ellos como doctos a pesar de haberles caracterizado de ignorantes poco antes. Por el contrario, se recurre al lenguaje hiperbólico para exaltar al país y la religión: el cristianismo es la más santa y más magnífica de todas las religiones (línea 29), los legisladores de España son justísimos (línea 33) y el Quijote tiene infinitamente mayor mérito que las obras de Descartes y Leibniz.

Refuerza esta diferenciación mediante el uso de comparaciones. Así, si España goza de excelentes filósofos prácticos (líneas 33 y 34), los europeos son ociosos (línea 35); el pensamiento de los últimos se reduce a fábulas tan absurdas como pudieran nuestros antiguos autores de caballerías (línea 13), relación a la que regresa en la línea 47 para explicar por qué el Quijote, igual de fantástico, fue más útil iluminando a sus lectores (líneas 54 a 56); la capacidad de descubrimiento y comprensión del mundo, talento émulo de la divinidad (línea 64) para Forner, es desvirtuada por estos filósofos europeos que lo envilecen de forma gravísima, pues atentan contra las verdades más altas y más augustas (vuelve a repetirse la estructura hiperbólica que ensalzaba el cristianismo); sus sistemas filosóficos son fábulas tan dañosas a las ciencias como las antiguas sibaríticas (sobre las costumbres reposadas y lujosas de los habitantes de la colonia griega Sibaris) lo son a los hábitos puros (líneas 67 a 68) y las conclusiones que plasman en sus obras son tan aleatorias como las realizadas por arúspices y agoreros.

En su afán por remarcar que la obra de los europeos es inane, insiste repitiendo que no tienen ninguna otra utilidad (línea 68) salvo admirar cómo ordenan naturalezas y universos inútiles.

Puesto que la intención de Forner era apoyar el discurso de Carlos Denina emitido en Berlín, escribió la Oración con un fuerte enfoque oral: las interrogaciones apelan al público oyente, el lenguaje usado es claro sencillo, exento de recursos literarios que puedan entorpecer su comprensión; pero algo grandilocuente debido a sus destinatarios y al poder sugestivo de la elocuencia en una declamación con la que pretende convencer mediante argumentos cargados de subjetividad.

Su actitud cáustica le había creado numerosos enemigos (no solo los extranjeros), dificultando la aceptación de la Oración por parte de muchos de ellos. Así, su aguerrida defensa de España, derivada ocasionalmente hacia la religión, fue aplaudida por unos y rechazada por muchos que respondieron a ella con contundencia en lo que Forner calificó de ese inmenso número de librotes y libretes, papelotes y papelejos, versos lánguidos, traducciones bárbaras, discursos insípidos, historietas ridículas, faramalla enorme con que nos ha inundado el pedantismo hambriento en toda la continuación de este siglo en las Exequias de la lengua castellana: una obra en la que se lamenta de las deficiencias manifestadas por los autores modernos en comparación con los clásicos. Se trata de un hombre que asumió características de su tiempo; pero siempre ostentó otras arraigadas profundamente en la tradición.

 

La importancia de El Cortesano y Los Diálogos de amor para el Siglo de Oro

A través del diálogo entre Filón (Amor) y Sofía (Sabiduría), León Hebreo expone en los Dialogos de amor que, tal como afirma la Academia de Ficino, todo participa de éste, y su verdadera finalidad no es otra que el continuo acercamiento a Dios (“volver al principio por la gradual perfección”). Para ello, el hombre se vale de ciertas virtudes, de las cuales la fortaleza, cualidad a su vez de los estoicos, será esencial en los personajes más importantes del Siglo de Oro (Segismundo ha de vencerse a sí mismo en La vida es sueño).

Hablan de cómo “el amante vive en cuerpo de otro” (alusión a Eurípides cuya influencia llegaría a extenderse desde Quevedo hasta la generación del 27), de la composición del universo y la caracterización del hombre como un microcosmos (tema de gran interés para los autores de la época, encontrando varios ejemplos en Calderón), la naturaleza de los eclipses (de uso común sobre todo en el teatro barroco), las virtudes y defectos de los hombres, y cómo Dios está en cada uno de los temas tratados. Abordan la mitología como una alegoría didáctica, y para finalizar repasan la idea de Platón sobre cómo se produce el enamoramiento.

En El cortesano asistimos a las conversaciones que tienen lugar a lo largo de cuatro noches consecutivas en la corte de Arentino. En ellas intervienen varios personajes que discuten sobre qué debe aprender, cómo debe comportarse y relacionarse un cortesano y cómo lo ha de hacer una perfecta dama de palacio , asistiendo al final a una disertación sobre el amor platónico por parte de Pietro Bembo.

Pietro Bembo

Aunque es relevante la defensa de la pintura, arte emblema del Barroco, y más concretamente la anécdota de Alejandro, Apeles y la muchacha (sería repetida por otros autores, situando algunos al pintor como el protagonista de la historia), lo más destacable es el concepto que se tiene de la mujer y del amor en sí, al que se dota de un humanismo contrario al de los Dialogos de amor, en que se tenderá a la idealización. Así, estos dos libros constituyen la referencia de las dos corrientes de tratadística amorosa en el Siglo de Oro, cada una con su estilo y temática propia.

El barroco como arte de contrarios. Justificación por la ideología y la estética.

Si bien no es concebible para el ser humano pensar y no sentir, el siglo XVII trajo consigo una revolución intelectual que asentaría las bases de la ciencia moderna, de la mano de Descartes, Galileo, Bacon y Newton. Sus ideas descentralizaban al hombre, y lo presentaban como mero elemento más de un cosmos que, regido por leyes matemáticas, se movía y cambiaba constantemente. El hombre, como consecuencia, se sentía inseguro, característica que se traducía en una introspección social, religiosa y artística.

Dentro de una sociedad en la que no podía confiar, el “cortesano” renacentista no tenía cabida, dando paso al “discreto”, un personaje que se debatía entre la espiritualidad y lo carnal en el ámbito privado y público durante una vida fugaz, a lo largo de la cual pretendía conservar el honor en su afán de triunfar (gracias a su discreción). El oído pasaba a ser el sentido en el que confiar, y la pintura el arte emblemática del momento (gran simbolismo en la luz y oscuridad).

Las pugnas entre reforma y contrarreforma, y la crisis política que se prolongó tras la muerte de Felipe II incrementaron la inquietud social, lo que desembocó en un interés general por llevar una vida sencilla y el gusto por aquello que desvaneciera temporalmente las preocupaciones personales. Así proliferó enormemente la sátira, y el teatro de Lope, dirigido al vulgo, obtuvo una gran aceptación. También se popularizaron los cuadros de “vanitas”.

Mientras, para alcanzar la felicidad, algunos barrocos como Quevedo abrazaban el estoicismo, que la caracterizaba de inmaterial y una cualidad de quien sabía racionalizar sus sentimientos. Junto a él, Gracián y Calderón (cuyas obras son un claro ejemplo de la fusión de todas las artes) constituían un nuevo frente de autores arraigados en la concepción de la vida como principio de todo, convirtiéndose en exponentes “puros” del barroco; pues sus predecesores más destacados (Cervantes, Lope y Góngora) mostraban aún ciertas reminiscencias renacentistas.